Era justo el mediodía, con un sol
bogotano de mediados de julio, el sol reinaba con todo su esplendor sobre mi
cabeza. Mientras esperaba el alimentador, el piso recalentaba mis zapatos de
suela de goma medio pegajosa, liberando un tierno aroma agridulce como de
alcantarilla.
Un autobús que deliberadamente se
hacía esperar más de lo acostumbrado para venir a recogernos, era el motivo de
mi enojo. Junto a mí, un pequeño pero acuoso grupo de viajeros de los húmedos
confines de la disolución sudorípara.
Ya en la plataforma de esta obra
maestra de la industria automotriz contemporánea, donde se amontonaban los
transbordados como sardinas en lata, un pillo me frisaba la treintena de llaves
que llevaba entre sus bolsillos, según él lo explicara después. Portador de una
horrible gorra y una chaqueta peor aún, que para que describirla. Tan sin
gracia era, que no hacía sino lamentarse, con una amargura sin fingimientos.
Y dentro de tan maravilloso
festival de olores y empujones reiterados, tenía que aguantarme un desfile de
cantaores, predicadores y teatreros de pacotilla, causantes de náuseas y
lamentos; además de eso, el tono agrio de un viejo con bigotes de gato muerto,
que no hacía sino tratar de pellizcarles el trasero a cuanta se dejara, con tanta
delicadeza como le apetecía.
Paseándose por el estrecho margen
de maniobrabilidad, pude percibir con la lucidez del águila calva, una
apariencia fugitiva de conciencia profana, afligida por el largo cuello que
traía su abrigo de impostor mendigo, quien al descubrir algún despistado u
adormilado viajero, se lanzaba en pos de él, buscando lucrarse de su
ingenuidad.
Más tarde, cuando ya terminaba mi
recorrido, justo al bajar la escalera de la parada, cuando me disponía
marcharme a casa, observé el mismo personaje de las llaves, moviéndose más
rápido que ligero, por la plazoleta del frente en compañía del personaje del
bigote de gato muerto, con el del dichoso abrigo de impostor mendigo, con afán
de circulación porque los perseguían unos cuantos policías y otros más del
montón.
En estos elegantes servicios, la
indagación filosófica prosigue normalmente con un encuentro fortuito, el mismo
ser acompañado de su réplica sin esencia, la cual le aconseja con gran
benevolencia, traspasar los límites de la decencia, al plano del intelecto, su
astronómico desconocimiento de lo bien hecho.
Sólo en las grandes ciudades se
pueden experimentar esos fenómenos de espiritualidad colectiva, cuando uno se
sube a esos sutiles y confortables buses de auto-expresión masiva.
JoseFercho ZamPer
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